En 1926 Virginia Wolf escribe un breve ensayo en el que lamentaba que la enfermedad no hubiera sido reconocida como uno de los grandes temas de la literatura, al mismo nivel que el amor, los conflictos o los celos. Su vivencia personal le permitía apreciar ese estado en el que la inactividad nos enfrenta a "los erguidos», y donde la sensibilidad hacia lo desconocido y lo sombrío prevalece sobre la razón, que usualmente gobierna nuestros sentidos.
Y así fue como, inesperadamente, la vida me empujó a habitar esa misma inactividad, a sentir la razón tambalearse y a confrontar la fragilidad de lo conocido.
El 27 de diciembre de 2023 cambió mi vida. En ese entonces, me encontraba trabajando en la Fundación cuando recibí el llamado de mi hermano. Me dijo que papá se había descompuesto, pero que me quedara tranquila, que ya estaba internado desde la noche anterior. Corté el teléfono y, a pesar de sus palabras, rompí en llanto. Le escribí a mi cuñada –que es médica– y le pedí que me dijera la verdad. Su respuesta confirmó mis peores miedos: había posibilidades de un ACV. Todos saben lo que es un ACV, ¿no? Accidente Cerebrovascular.
Perdí la noción del tiempo. Caro me llevó a mi departamento, nadie me decía nada claro. Me subí a un colectivo rumbo a San Francisco, desesperada por estar cerca de él, con tal de ganarle al tiempo. ¡Qué ironía! Un imposible, ¿no? La vida tiene mucho de ficción pero poco de verdad. El colectivo arribó a San Francisco y, justo entonces, otra llamada de mi hermano: "Están trasladando a papá a Córdoba". ¿Qué hacía yo a 211 km de Córdoba? Tenía que volver. Para mi extraña fortuna, a los 15 minutos salía otro colectivo. Me subí. Fue una verdadera odisea, un bucle de incertidumbre.
Llegué a Córdoba cerca de las 22. Recuerdo que Male me encontró en mi departamento para darme un abrazo. Me hice un té con leche –hacía más de 12 horas que no ingería siquiera líquidos– y me fui al Sanatorio Allende. Ese día hubo alerta naranja. Como si el cielo se hubiese enterado de que la vida estaba a punto de cometer un delito.
Ingresé al hospital y me encontré con mi familia. Mi papá ya estaba ingresado con protocolo de ACV. Sí, hay protocolo para todo; no importa que la muerte toque tu puerta, hay protocolo incluso para acercarse a ella. Salió el médico de la guardia neurológica y nos confirmó el diagnóstico. El panorama no era bueno. Todo fue llanto y desolación. Él estaba ahí, pero su cabeza estaba en otra parte, lo cual me resulta un poco gracioso –ahora que ya pasaron casi dos años– ya que su cabeza siempre está en otro lado tratando de controlarlo todo.
Pasó 5 días en terapia intensiva. Al principio no respondía, todo era incierto, minuto a minuto. Estábamos desarmados, esperando lo peor y lo mejor de igual manera. No nos reconocía, no me reconocía. Recuerdo que llamé entre lágrimas a mi psicóloga y le dije: "Mi papá no me reconoce". Su respuesta, "Julieta, esto no es sobre vos", fue otro baldazo de agua fría. La enfermedad —seamos sinceros, ese gran confesionario— trae consigo una franqueza casi infantil: suelta verdades que la salud, con su compostura y cuidados, suele callar.
En esos momentos, la lógica de los bucles de "Dark" cobraba un sentido doloroso. Justo en esos días de incertidumbre, estaba mirando la serie de Netflix, y su premisa de que "el tiempo no es lineal, es un círculo" resonaba con una crudeza asombrosa. Me obsesionaba la idea de si, como en Winden, los eventos estaban predestinados, si mi odisea en colectivos y la espera en terapia eran parte de un bucle inquebrantable del que no podía escapar. Me preguntaba si, como en la serie, podría desandar mis pasos, volver atrás, salvar a mi papá y evitar estas horas de angustia. Si el amor podía derribar todas las líneas temporales para finalmente amar, ¿por qué no podía el mío devolverle la salud?
Pero la vida, a diferencia de la ficción alemana, rara vez ofrece segundas oportunidades en esa escala y, además, no soy alemana ni una serie mainstream de Netflix. No pude dormir esa noche. El cielo se caía nuevamente, furioso con la tierra, despotricando como si lo hubiésemos lastimado.
Pasamos Año Nuevo comiendo milanesas con puré. Yo me ocupaba de alimentar a mi familia, a pesar de que mi madre no tenía ningún interés en habitar un mundo sin mi papá. Y la entiendo, yo tampoco querría. Flavia nos hizo un brownie –el mejor brownie sobre la faz de la tierra– y compramos helado sabor americana.
La terapia intensiva tenía horarios muy exigentes, de 17:30 a 18:30 y solo podía pasar una persona. Con mis hermanos, solo saludábamos a mi papá y le dábamos la mano, dándole prioridad a mi mamá. Como dice Wolf, a menudo la enfermedad se disfraza de amor y juega los mismos trucos.
En esos días, nos acostumbramos al ritual silencioso de la espera. Detrás de la puerta cerrada, imaginábamos lo que pasaba adentro: cómo, en palabras de Virginia Wolf, mi padre descendía a los pozos de la muerte y sentía las aguas de la aniquilación. Todo el día y la noche entera, el cuerpo intervenía. Desde afuera, lo veíamos quebrarse, fragmentarse, mientras tratábamos de sostener lo invisible. La fiebre, la melancolía, el cansancio de todos, se mezclaban en ese cuarto blanco donde el alma –se decía– podía escapar. La enfermedad, entonces, ya no era solo una condición física, sino un paisaje emocional que lo envolvía todo.
Finalmente, empezó a mejorar. Pero lo que no sabíamos –o sí, en el fondo– es que comenzaba un camino largo. Eterno. Sí, por siempre. Hasta que la muerte nos separe.
Un domingo con VH
Cada domingo, religiosamente, almorzamos pollo a la parrilla con papas fritas en la casa de mi nona Yudi. Luego nos escapamos a tirarnos en el sillón toda la tarde, a ver fútbol, obviamente.
Mi papá es fanático de San Lorenzo en particular y del fútbol en general. Estar con él es un aprendizaje constante. Me enseñó a manejar y también a identificar un offside —aunque a veces no lo logre.
Tomamos mates mientras lo escucho quejarse porque su equipo no está a la altura de tremenda hinchada. Cuando se acerca la tarde, se come una manzana porque le encantan las frutas y el helado, como toda persona de bien.
Más tarde sintonizamos alguna película del género policial que es nuestro preferido. Y si en la televisión están dando Hombre en llamas, no se diga más.
A fin de cuentas
Soap&Skin – What a wonderful world
Te dejo la escena final de DARK que es una belleza inmensurable y si no viste la serie, andá volando a sintonizarla.
Los últimos minutos de DARK son musicalizados por Soap&Skin, —el proyecto musical experimental de la artista austriaca Anja Plaschg— con la canción What a wonderful world. Podés escucharla acá.
Originalmente, What a wonderful world es una canción de jazz interpretada por Louis Armstrong. Con un tono marcadamente optimista, la canción celebra la belleza inherente a las cosas simples de la vida diaria. También transmite un mensaje de esperanza hacia el futuro, simbolizado por la promesa de un vasto mundo por explorar y crecer.
P.D.: Te cuento lo que no pensé sola
Malena me sugirió hablar sobre la enfermedad y me recomendó leer a Virginia Wolf. Fue una escritura dolorosa pero al fin y al cabo, esclarecedora. Es muy importante para mí que sea ella quien me acompañe en este proyecto.
Recientemente descubrí algo sobre Male y es que es muy buena jugando a los dados. La semana pasada fuimos a un café y nos ofrecieron juegos de mesa, me ganó como en la guerra al 10.000; pero luego me reivindiqué con los naipes.
¡Hasta el próximo domingo!
Julieta